La autonomía de lo político en Tronti. Toni Negri.

Transcripción y traducción de la intervención de Toni Negri en el seminario sobre Mario Tronti. Paris I, Pantheon-Sorbonne, 5 de Abril, 2019.

Debo confesar que estoy un poco abochornado ante la idea de hablar sobre este volumen de escritos de Mario Tronti que dan cuenta de la totalidad de su vida como investigador y como militante. Cuando yo era joven -aunque no tanto, poco antes de los treinta años-, Mario me enseñó a leer Marx. No era una responsabilidad pequeña: aún hoy le estoy infinitamente agradecido. Es a partir de esta lectura que mi propia vida militante pudo tomar forma y existir. Pero seis o siete años después de este incipit, precisamente el año en el que Mario nos regalaba este texto tan formidable que es Obreros y capital, él decidió dejarnos -iba a decir abandonarnos-. No digo que él me dejó, digo que nos dejó, porque entremedio, los operaistas que habíamos llegado a ser éramos ya muchos, y no solamente en las universidades sino en todas las grandes fábricas del norte de Italia .

Estábamos en 1966: Mario nos dice en ese entonces que la década de los sesenta estaba terminando, antes de su fin y, con esta década acortada, toda la época de la autonomía obrera. Nos explicaba que había que encontrar un nivel más alto para las luchas que habíamos conducido y que seguíamos conduciendo, que había que llevar la lucha al mismo Partido Comunista Italiano. Le respondimos: ¿no es ya, acaso, lo que hacemos? Nunca habíamos sido -ni en la época, ni más tarde- insensibles al problema del desarrollo político de las luchas obreras, y la tarea que ello implicaba. El hecho es que el Partido no apreciaba realmente lo que hacíamos -si me perdonan este eufemismo-.

En el crescendo de las luchas obreras que nos llevaría pronto a esos dos años fundamentales que fueron los años 1968 y 1969 en Italia, no entendíamos por qué sería cuestión de abandonar la autonomía obrera a sí misma.

Una vez pasado 1968, Mario nos explicó que los acontecimientos nos habían empujado definitivamente a una confusión. Según él, habíamos tomado por un amanecer lo que en realidad era un crepúsculo. Pero ¿Qué crepúsculo? Ciertamente, el fin de la hegemonía del obrero-masa comenzaba a dibujarse, pero ¿Había que tomarlo como el fin de la lucha de clases? Durante los años 1970, esos años que constituyeron un largo prolongamiento de 1968 en Italia, esta conversión que fue la de Mario nunca llegó a convencernos más allá. No entendíamos, seguíamos sin comprender. (Cuando me llegó el volumen del que hablamos hoy, hace poco, me di cuenta de que no conocía más que un tercio de los textos que lo componen. Los dos otros tercios me eran desconocidos, quedaban aún por leer. Dicho esto, a su manera [faltan unas palabras] la profundidad de una escisión).  

Si digo que en un momento dado dejé de leer sus textos, esto no significa, por supuesto, que Mario desapareció completamente de mi horizonte cotidiano. Recuerdo haber leído, con un cierto mal humor, un ensayo de historia del pensamiento político moderno que él escribió y que encontré parcial -yo estaba en ese momento volviéndome spinozista, y no había apreciado totalmente la exaltación sin reservas que se hacía de la teoría hobbesiana del poder-. Como si la historia del pensamiento político moderno pudiese no estar atravesada, también hoy, por el pensamiento y la historia de los vencidos, por la línea de la revuelta, por el sueño comunista, hasta encarnarse con Marx en la forma de una crítica de la economía política y de una intuición de la potencia de subjetivación de la clase.

Es a esta figura de la historia moderna, bien distinta de la suya, a la que yo estaba profundamente arraigado. Y la había aprendido precisamente de Obreros y capital. Había que seguir “la historia interna de la clase obrera”, es decir la historia de su subjetivación progresiva. Lo que yo intentaba poner en práctica era el desarrollo de esta intuición trontiana que insistía en la necesidad de evaluar el grado de madurez al que había llegado la subjetivación de la fuerza de trabajo, al punto de -cito Obreros y capital– “contar realmente dos veces en el sistema de capital: una vez como fuerza que produce el capital, y otra vez como fuerza que rechaza producirlo; una vez en el capital, una vez contra el capital”.

Pero, entonces, ¿Por qué Mario olvidaba repentinamente, en el trabajo histórico, la lucha contra el capital y la manera potente en la cual se subjetiviza el proletariado?

Aún en esos mismos años, recuerdo haberme enojado bastante cuando Massimo Cacciari y Alberto Asor Rosa, en la senda de los análisis de Mario, atacaron a Foucault porque, dicen ellos, Foucault disolvía el Estado, que representaba a la vez el objeto y el sujeto exclusivo de su concepción de lo político. No había ambigüedad posible. Es la misma época en que comprendí, finalmente, que el terreno político que mis viejos camaradas habían escogido estaba representado exclusivamente por el aparato de Estado, y estaba radicalmente desconectado del nivel de la lucha de clases. Qué limitación increíble en relación con el punto de vista que nos ofrecía por ejemplo Foucault -él, cuyo concepto de poder era para mí, al contrario, el eco del dualismo del concepto marxiano de capital, en el que yo reconocía “mi” propio Marx-.

Más precisamente, me pregunté con cierto desconcierto lo que podría querer decir aún operaismo, hoy, y qué concepción pueden tener los jóvenes investigadores o estudiantes. Ya que a mi me llaman post-operaista, aun cuando yo no he cesado de reconocer la necesidad de desarrollar las intuiciones políticas y los dispositivos del método del primer operaismo, del operaismo “de tomo y lomo”, si ustedes quieren, ese de los años 1960. Siempre intenté hacerlo, y continué en el análisis de la transformación de la composición de clase y de la lucha de clases a nivel internacional. Me interesa mucho ser reconocido como operaista en el debate filosófico y político hoy: es algo que admito sin falso pudor, porque es mi historia -y, además, pagué lo suficientemente caro esta fidelidad-. Entonces, le dejo con gusto este post a quien, al contrario, hubiere decidió dejar el operaismo e irse a otra parte, hace ya mucho tiempo. En el momento de la escisión, que en realidad fue un desgarro, yo estaba, en una posición minoritaria. Pero como sucede muchas veces con los minoritarios, sentía ya, en ese mismo momento, que la elección del Partido y del Estado, esa elección que tomaban o iban a tomar aquellos que habían sido operaistas y ya no querían serlo, esos que aún hoy llamamos operaistas, aun cuando ya no lo son hace más de cincuenta años -sentía, entonces, yo mismo, el que todo el mundo considera hoy como un postoperaista, que esa elección terminaría por destrozarse en el mismo momento en que asistiéramos al renacimiento de la lucha de clases. 

Para evitar de enfadarme más seguido, terminé por decirme: tendré que ir a escuchar a Mario de todos modos, aunque sólo sea para comprender. Había vuelto voluntariamente a Italia en 1997, después de catorce años de exilio. Estaba en la carcel, y Mario daba la gran lección que debía poner término a su carrera universitaria, en Siena, el 2001. Pedí entonces un permiso especial y, para mi gran sorpresa, me fue acordado. Volvía a ver finalmente a Siena después de años y años (ese placer no me era indiferente, tampoco). Esta lectio de Mario tenía por título “Política y destino”.

Lo digo con el cariño de siempre -y quiero que quede claro: este cariño nunca fue desmentido, ni en 1966, ni en los años 1970, ni el 2001, ni hoy- : entendí hasta qué punto nos volvimos, Mario y yo, unos extraños.

Yo conocía bien Freiheit und Schicksal (“Libertad y destino”), el texto del joven Hegel, que había sido traducido y comentado en Italia por Luporini, y que para Mario ese día era el punto de inicio de su propia argumentación. Yo mismo había trabajado ese texto en extenso para mi habilitation. Y entonces ¿Qué le pasaba a ese texto tan republicano del joven Hegel en la lectura que hacía Mario? En realidad él realizaba una especie de deslizamiento de la Bestimmung hegeliana al Geschick heideggeriano, de la determinación ético-política de Hegel y de su proyección revolucionaria sobre la Begeisterung popular -de esto, entonces, a la decisión heideggeriana del “abandono (de lo ente) en el ser”. Pero ¿Por qué ese deslizamiento? ¿Cómo se podía pasar del entusiasmo hegeliano a la reflexión mortífera de Heidegger? La respuesta era en realidad fuertemente metafórica. Se trataba, para él, de la toma de consciencia definitiva de la crisis de un destino político que se jugaba completamente en la pertenencia al Partido. Porque había que hacerse cargo de algo: en el 2001, el Partido ya no existía. ¿Por qué? Mario respondía de metafóricamente: “¡Porque ya no hay pueblo!” (Il demore della política, p. 577). Y entonces: la “vocación”, o dicho de otro modo -cito a Mao- “la tarea que era la nuestra de organizarnos como clase dirigente, hegemónicamente dominante” ya no existía.

Me pregunté entonces ¿Cuál es esta mitología hegemónica que hace que Mario reaccione de un modo tan dramático -y en mi opinión, tan desastroso- ante el presente de la lucha de classes? En esto consiste, para mí, el “enigma Tronti” -un enigma que no me parece imposible de resolver: es un desplazamiento del punto de vista, de uno que consistía en estar simultaneamente en y contra el capital, al que consistía en estar en el Partido- con la proposición de imponer la hegemonía sobre el desarrollo capitalista. El enigma, es la discontinuidad profunda entre el Tronti de Obreros y capital, por un lado, y el Tronti de la “autonomía de lo político”. Para decirlo de otro modo, y aún más esquemáticamente, un desplazamiento de la fuente del poder y de la iniciativa de la lucha de clases -de abajo hacia arriba.    

En 1972 el concepto de “autonomía de lo político” había surgido, con una gran claridad, en un texto cuyo título era precisamente ese: la autonomía de lo político. No se trataba de ningún modo del residuo de una tradición histórica, o de la memoria de Hobbes. El concepto surgía más bien a partir de la idea según la cual había que terminar con el “monoteísmo” marxiano, es decir con la pretensión de que la crítica de la economía política y la crítica de la política derivarían de un mismo origen. Según Mario, se trataba al contrario de dos prácticas críticas diferentes. Políticamente, este desdoblamiento estaba justificado, de un modo no del todo ilegítimo, por la idea de que en los años 1970 el capitalismo había mostrado que era insuficiente para sostener el Estado moderno, o más exactamente insuficiente para sostener el desarrollo capitalista bajo la forma del Estado moderno. Pero si el capitalismo estaba en retraso, razonaba Mario, era entonces a la política el turno de sacudirlo. Había que pedirle a lo político modernizar el Estado. Y por “político”, no se podía entender otra cosa que la fuerza de la clase organizada en el Partido. ¿Quién debe modernizar el Estado? Cito: « la clase obrera que aparece de este punto de vista como la única verdadera racionalidad del Estado moderno” (Il demore della política, p. 297).

Aquí aparece lo que para mí es una paradoja total: “Clase obrera como racionalidad del Estado moderno”. La afirmación es difícil de justificar, tanto en relación con el operaismo “de tomo y lomo” -el operaismo de comienzo de los años 1960-, como en relación con los destinos que serán efectivamente los de la clase obrera y los del Estado moderno. En el primer caso, la racionalidad operaista había representado exactamente lo opuesto a una función progresiva del desarrollo capitalista (porque si ella era la causa, lo era de un modo antagonista -pero en ningún caso como una suerte de agente instrumental, y menos aún como una función racional). En el segundo caso, si se avanza en el tiempo y se sigue el desarrollo de la relación entre la lucha de clases y el Estado, hay que reconocer que, en las décadas que siguen, esta relación termina por agotarse, en todo caso bajo la forma metaforizada que nos presentaba Mario: la clase, cuando actúa en tanto que fuerza antagonista y al mismo tiempo motriz del capital, ya no será –nunca más– representada por el Partido. 

Volvamos a 1972.

Tronti reconocía que la autonomía de lo político puede volverse un proyecto político directamente capitalista. En este caso, reconoce honestamente, esta autonomía de lo político vendría a ser simplemente la última de las ideologías burguesas. Pero hoy (estamos en los años 1970), puede también -nos dice- ser realizable en tanto que reivindicación obrera. Lo cito: “el estado moderno aparece entonces nada menos que como la forma moderna de la organización autónoma de la clase obrera” (p. 298).

Esta relación es perfeccionada unos años más tarde, en la época de Berlinguer, cuando se empieza a hablar de “compromiso histórico”. Digo « perfeccionada », porque está acompañada de una nueva sub-evaluación del rol revolucionario de la clase obrera. Dicho de manera teórica por Mario, aparece así: “la clase obrera, sobre la base de la lucha en las relaciones de producción, no puede ganar sino que de forma ocasional; estratégicamente, no gana. Estratégicamente es clase, en todos los casos dominada; pero si deja de jugar simplemente en el terreno de la clase, si corta las cartas para redistribuirlas, y toma el terreno político, entonces, aparecen momentos en los cuales el proceso de la dominación capitalista puede ser derribado”. Aquí está, de una forma muy radical, me parece, toda la evidencia de la ruptura de Mario con el operaismo de los años 1960.

En la discusión (puesto que el texto sobre la autonomía de lo político es el producto de una discusión), esta tesis es atenuada. Asistimos por momentos a la re-introducción de la relación dual de capital teorizada en Obreros y capital -cito: “al interior de la sociedad capitalista, nunca hay una dominación de clase unívoca” (p. 305). Por otro lado, me imagino que en 1972 los partícipes de la discusión le recordaban a Mario la intensidad de las luchas que se estaban desarrollando. Así reacciona Mario, lo cito otra vez: “un desarrollo capitalista de este tipo no puede funcionar si no elimina, ante él, este aparato de Estado que ya no corresponde al nivel actual del desarrollo capitalista. Esta es la previsión que hacemos” (p. 307). En este punto, Mario tenía sin duda razón: es precisamente el momento en el que el capital se abre a la reorganización global de la soberanía. Pero esta vez, la “gran política” se le escapa. Piensa aún, de un modo lo suficientemente ingenuo, que se trata de operaciones que son internas a la trama del Estado-Nación -y es entonces ingenuamente que agrega: “cuando el capital decide desplazar su acción hacia ese terreno (Tronti claramente subentiende aquí, otra vez, el tema de la reforma del Estado) la totalidad del juego de la lucha de clase se desplaza, a su vez, necesariamente, hacia ese terreno, y enfrenta el problema del ahogamiento político, y así de la reforma del equilibrio estatal, aún antes que el capital haya tomado conciencia y pueda elaborar un proyecto de realización concreta y efectiva de esta reforma. Así, el proceso -no diré de reforma sino de revolución política del Estado capitalista en tanto que tal- es un proyecto que la clase obrera debe anticipar » (p. 307). Aquí viene entonces la reivindicación del instrumento que representa la autonomía de lo político: “encontramos un nivel del movimiento obrero disponible para una acción de ese tipo” (p. 309). Aún: “para un proyecto de este tipo, nos encontramos ante instrumentos de organización que, por una política pasada, por su estructura interna, están disponibles para una acción de este tipo. Es una situación histórica paradójica, pero es una paradoja que debemos utilizar” (p. 309).

Podríamos burlarnos de este “realismo político” pero ¿de qué serviría? Basta simplemente medir, como es posible hoy hacerlo, hasta qué punto el idealismo representaba el verdadero fundamento de este realismo.     

La clase debe convertirse en Estado: en esto consiste la autonomía de lo político -y es aún así que esta autonomía aparece en Il tempo della política, en 1980.

El texto es muy interesante. Por un lado, encontramos una cierta autocrítica a propósito de la condena que Mario había hecho, en su época, de 1968. Él reivindica por ejemplo la matriz obrera de 1968, y afirma incluso que, mucho antes de 1968, todo un ciclo de luchas obreras victoriosas, tanto a nivel europeo como mundial, la había preparado.

Tronti da ejemplos a partir del “caso italiano”, a partir de procesos que llevaron a los obreros en lucha a salir de las fábricas. Abre incluso su análisis a una primera definición de lo “social” como un nuevo terreno de la lucha de clases. Y arremete contra la incapacidad del Partido para absorber y/o para entrar en relación con los nuevos movimientos -cito: “lentitud de reflejos, miedo de lo nuevo, instinto de autodefensa” (p. 382-390).

Pero en lo que prosigue vemos volver, como si nada, nuevamente la insistencia en el Partido como clave de todos los procesos. Lo que es literalmente insoportable es que todo este discurso se dé -desde ahora- a partir de una borradura de todo abordaje crítico de la economía política, y que sea al contrario sostenido por un voluntarismo realmente extraño. Cito: “Rosenzweig indicaba una perspectiva de lectura de la política moderna, von Hegel zu Bismarck. ¿Es posible prolongar esta línea y continuar el discurso rebarajando las cartas –von Bismarck zu Lenin? Sólo aquellos que no tienen ningún espíritu de investigación, aquellos que tienen miedo de salir de sus ideas, sumergiendo sus manos en las prácticas del enemigo, aquellos que piensan en pequeño, sobre la base de una coherencia ideológica y no a partir de la productividad política de una elección teórica, se escandalizarán de aquello” (p. 408). De acuerdo. Pero entonces hay que recordar también que después de haber probado ese pasaje a través Bismarck, Rosenzweig concluyó en la mística Stern der Erlösung (Estrella de la redención). No creo que Tronti se ofenda -porque es, me parece, el mismo recorrido que él mismo se prepara a seguir. Volveré sobre este punto.

Me gustaría volver al tema de la autonomía de lo político y continuar su recorrido. Estamos en 1998, y es ya otro texto importante –Politica Storia Novecento, Política Historia Siglo XX-. Lo cito: “la fase de la autonomía de lo político se cierra” (p. 524). ¿Por qué la autonomía de lo político termina? Porque, nos dice, “la derrota del movimiento obrero -estamos en 1998- aparece sin posibilidad alguna de rescate” (p. 325). Y aquí aparece la secuencia que se nos propone a modo de fuga: “la clase obrera no está muerta (…) pero el movimiento obrero está muerto. Y no había lucha de clases porque había una clase obrera, había lucha de clases porque había un movimiento obrero” (p. 528).

En resumen: después de la subordinación de la lucha de clases a la autonomía de lo político, la lucha de clases termina con el fin del PCI. Podríamos agregar: quod erat demonstrandum mi general. Y sugerir aquí otra lectura de la cuestión del fin de la autonomía de lo político: porque la linea del pensamiento de Tronti va, cada vez, de un error político a su transfiguración transcendental -y entonces: del fracaso del “Partido en la fábrica” a la idea de la autonomía de lo político, de la crisis de 1968 a la afirmación de la clase como Estado, del fracaso del compromiso histórico a la teología política, en una huida hacia adelante sin fin.

Tronti nos concede de todas formas que aún nos quedan las revueltas de las clases subalternas -“en sus cursos eternos” (p. 529)-. El discurso alcanza lo eterno -de la misma manera, “el Dios que se da el hombre y el hombre que se da Dios finalmente no se han encontrado… y la onceava tesis de Marx sobre Feuerbach (“los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”) debe ponerse profundamente en duda… el dogma de la praxis desaparece”. En suma: el PCI se acabó, entonces toda política revolucionaria se acabó. Pero esto mismo valdría para toda política progresista o revolucionaria. Si no estuviese tan fuertemente asestada, esta convicción podría casi aparecer en una luz crepuscular y confundir la nostalgia del “pueblo comunista” (una nostalgia que nos es propuesta reiteradamente) y el sentido de la incomprensión de los nuevos tiempos. En suma, una especie de aura pasoliniana en Mario.

En el texto Karl und Carl (p. 549-560), el discurso sobre la autonomía de lo político, que creíamos terminado, vuelve pero en una versión sublimada. Tronti lo presenta como la “última cosa que queda”. La autonomía de lo político de ahora en más no está ligada a la historia del movimiento obrero o a su política, sino más bien propuesta como un hecho ontológico, como una necesidad del pensamiento, de la vida y de la cohabitación humana. Ya no es un modo sino un atributo del ser, podríamos decir irónicamente. Tronti reconoce que en un comienzo, “la ocasión ingenua del encuentro” con Schmitt fue dada, para los operaistas que entraban al PCI en 1970, por una cierta “ambición práctica de sacarle a Schmitt el secreto de la autonomía de lo político, con la finalidad de entregárselo, en tanto que arma ofensiva, al partido de la clase obrera” (p. 566). Esto confirma mi hipótesis. Pero había que ir también, agrega Tronti, más allá de la contingencia. Había que reconocer un viraje estratégico, y tomarle prestado a Schmitt el pensamiento “del carácter originario de lo político, de la política como potencia originaria” (estas son las palabras de Schmitt). La lógica ya no podía ser consecuencial. Se había construido, de hecho, un nuevo monoteísmo, opuesto al que Marx había denunciado.

¿Qué decir del resto de este libro? Que, a menudo, el juicio político sobre la realidad presente se pierde en resonancias espirituales, teológicas y transcendentales. El poder es definitivamente deshistorizado. De aquí en adelante, en su lugar está lo teológico-político. El sentido de lo religioso impregna el nihilismo, que a su vez deriva de la declaración del fin del lenguaje político moderno y de su mundo -un final que es contemporáneo del agotamiento del siglo XX-. Nos encontramos ante una especie de precipitación catastrófica -como se dice que nos precipitamos a un precipicio, una caída que no se puede detener-. Actualmente todo es igual, todo se vale, y la única función del pensamiento político que queda no puede ser sino la del katechon. Se trata simplemente de buscar bloquear, detener, desacelerar esta caída en la que nos vemos arrastrados.

Me aflige un poco que la tentativa que representaba originalmente Obreros y capital -una tentativa de reconquistar lo político a través de la subjetivación del actor proletario en la lucha de clases- termine en una triste conmiseración de la humana virtù

Esta virtù se había anudado a la fortuna, y así, en el Partido, nos decía Mario, podíamos no solamente salvarnos de la ruina sino construir un mundo nuevo. Pero una vez desaparecida la fortuna, es la virtù la que debe desaparecer. Este destino no tiene mucho del pensamiento de Maquiavelo. En sus análisis, la fortuna que desaparece es en todos los casos, y siempre, portadora de una nueva virtù latente. Esta es la situación en la que nos encontramos hoy. Y un pensamiento genéticamente tan robusto, como era el de Mario, un pensamiento cuyo ADN operaista era tan fuerte, no habría debido perder la capacidad de percibirlo: el fin del Partido marca, ciertamente, el fin de una época; pero señala también el nacimiento de nuevas subjetivaciones. 

Llorar sobre las derrotas produce siempre una fuga metafísica estéril. Por lo que habría que apostar -y Mario está muy lejos de considerar- sería un repliegue difícil pero positivo sobre la economía política, una nueva interrogación sobre la “composición” técnica y política de la clase de los trabajadores que, en las contingencias que afrontamos, se constituye y se ofrece bajo nuevas figuras. ¿Cómo la fuerza de trabajo y el capital variable se han modificado en su relación con el capital fijo, en las transformaciones del modo de producción capitalista, y en el pasaje de la fase industrial a la fase post-industrial? ¿Qué es esta “intelectualidad” que constituye o atraviesa la multitud de trabajadores, y cuáles son las formas de su ser productivo? ¿Y qué hay de la nueva centralidad de la cooperación en el trabajo, del aumento de su intensidad en el trabajo inmaterial, cognitiva, en red, etc.? ¿Que hay de esta transversalidad potente? ¿Cuáles son las consecuencias que todo esto determina? Si el obrero social se vuelve trabajador cognitivo e introduce en las cualidades que eran las suyas (la movilidad y la flexibilidad) la cooperación lingüística y tecnológica, de qué modo pueden ser redefinidas las relaciones -y el salto- entre la composición técnica y la composición política del nuevo proletariado? Si es cierto que al interior de este tumulto de transformaciones, lo único que no cambia, es que el capital vive del trabajo excedente y reconfigura, rearticula continuamente el plusvalor y la ganancia, entonces esta relación entre la composición técnica y la composición política es posible: es un dispositivo latente a desarrollar, y una tarea política a reconocer.

Por cierto, el operaismo debe ser actualizado. Puede serlo: la socialización de la producción y el trabajo cognitivo atraviesan actualmente la acumulación y la vida entera. No es casual si, en la reproducción social, en el corazón de las existencias, los movimientos feministas se han vuelto centrales. Aún más: el punto de vista de los “subalternos”, quienes quiera que sean, muestra su total sintonía, su vínculo, con los movimientos de clase. ¿No podíamos reactualizar a partir de estas nuevas luchas y de estos sujetos nuevos, este punto de vista que constituyó el operaismo como tal -esta manera de considerar todos los desarrollos históricos de la lucha por la emancipación fuera del trabajo “desde abajo”, desde la lucha de clases de los explotados? Y entonces, ¿No podíamos reactualizar también la capacidad de dar a este punto de vista una intensidad biopolítica y una extensión universal? En suma, ¿No podíamos pensar que, después del fin de la centralidad de la fábrica, la lucha de clases podía reconquistar aquí, completamente, su virtualidad revolucionaria?

Termino aquí mis preguntas -se habrá podido adivinar las respuestas que, por mi parte, en tanto que operaista, habré podido aportar-. Me gustaría simplemente sugerir para terminar una idea de lo que podríamos encontrar, si solamente relanzáramos la investigación sobre la composición técnica del proletariado, y si tratásemos de deducir de ella algunas hipótesis sobre su eventual nueva composición política.

Esta composición política no puede darse sino cuando la clase de los trabajadores, una vez reconocida la excedencia productiva del trabajo cooperativo y/o cognitivo que caracteriza la nueva acumulación, se rebela; y se muestra capaz de sostener en el tiempo la ruptura de la relación de producción, de construir contra-poder, y de instituir en este sentido una legitimidad constituyente. Aquí, la palabra política está relacionada profundamente al verbo producir -no en el sentido en el que lo entienden los economistas, sino en el sentido de lo que las luchas construyen: una capacidad libre de producir y de tener control sobre la vida.

Termino con esto. Se trata, me parece, de un punto que es sumamente polémico respecto de Mario. Contrariamente a lo que él sostiene, cada vez que busca articular su teoría de lo político y/o del poder, Lenin no se interesa para nada en la autonomía de lo político. Porque Lenin fue, precisamente, monoteísta -pero en un sentido opuesto al de Schmitt: encontrando en Marx una idea de lo político que, en la materia, consistía esencialmente en la proyección masificada del trabajo vivo; en la forma, en una organización de partido que calcaba la organización de la fábrica, la comunidad productiva; en el proyecto, en una empresa revolucionaria de construcción de lo común. No hay cómo separar, en Lenin, la materia de la forma. La referencia que se hace aquí a menudo a la NEP para mostrar el realismo oportunista de Lenin lleva a las políticas estalinianas que se sucederán, más que al modelo político leninista donde los temas de la extinción del Estado, de una transición como fase de reapropiación y de transformación de los poderes del Estado por el proletariado, y de la voluntad de crear una sociedad sin clases, son -al contrario- explícitos. 

Es cierto que mientras Tronti avanza paulatinamente en su empresa de destrucción de la tradición comunista, atenúa esta forma de situar a Lenin en la autonomía de lo político. La autocrítica trontaina (pero no estoy seguro de que sea una autocrítica para él, puesto que se presenta siempre como una potencia de verdad superior) parece cambiar de terreno. La mitología después de la teoría, la ascesis después de la mística : “el marxismo del siglo XX, en la forma del leninismo, es una filosofía de la mitología”. La modificación, más allá de todo, es notable. Era extremadamente peligroso avanzar en la vía de un Lenin completamente dado a la autonomía de lo político, porque la cosa portaba en sí un fuerte acento de revisionismo histórico. Después de Lenin igual Bismarck, tenemos a Lenin igual a Hitler -una idea, dicho sea de paso, completamente aceptable para Schmitt- pero para nosotros: jamás. Para nosotros, esta equivalencia no es posible. La referencia a lo transcendental político, típica de la patología estatista del siglo XX -“detestable cólera, que a los aqueos les ha valido sufrimientos innumerables”- ha quedado ya en el pasado. En el mundo globalizado, toda reminiscencia estatal está destinada a plegarse a las necesidades del soberanismo, de lo identitario, y alimenta las derivas hacia el fascismo, en el momento mismo en que la figura del Estado se vuelve cada vez más débil en el contexto de la mundialización. El Estado, lejos de reaparecer como un sujeto autónomo, tiene un rol cada vez más subordinado en el “juego mundializado de las tasas de ganancia”. Como lo escribían recientemente dos investigadores y amigos más jóvenes que nosotros, pero que son operaistas como lo éramos hace casi sesenta años: “podemos concluir que el Estado no es hoy lo suficientemente potente ante el capitalismo contemporáneo. Para volver a abrir una perspectiva política de transformación radical, es absolutamente necesario encontrar otra cosa, una fuente de poder diferente” (Sandro Mezzandra y Brett Neilson, The politics of operations).

Aquí es entonces donde la perspectiva operaista -la que nos daba Mario hace casi 53 años, pero que rechaza hace casi la misma cantidad de años- puede ayudarnos. Si mi lectura del volumen se detuvo en el primer tercio, no quiere decir que, recomenzando de ese mismo primer tercio del volumen, no podamos -hoy- redescubrir con nuevos bríos el sentido marxiano de lo político.

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